miércoles, 29 de abril de 2015

Nº2 "Casi lo mismo. Alrededor de la traducción" : Traducir

Traducir es un acto político, pedagógico y poético. No siempre prima una u otra de sus voluntades. Cuando la traducción es política importa la cuestión de los efectos: el arco que dibujará lo traducido sobre la superficie del agua en la que cae. Si la anima la voluntad pedagógica traducir será pasar a otro modo de la lengua, no sólo de un idioma a otro: también de un régimen discursivo a otro, inscripto en las dinámicas de la educación y sus niveles. Lo poético es su pulsión interna y permanente, aunque quede, a veces, postergada. Porque es la tensión sobre sus minucias, sobre sus ritmos, lo que anima la atención a lo preciso. Es decir, lo que nos recuerda la extranjería en la operación poética y nos separa de la inmersión natural en un idioma. Hay quienes imaginan un mundo de pura comunicabilidad, que permitiría suprimir las incomodidades de la traducción. La utopía del esperanto, en cierto sentido, era la de un mundo interconectado por una lingua franca. Algo libertario había en ese supuesto como en el de toda utopía internacionalista, capaz de pensar las fronteras o las identidades menos como necesarias delimitaciones de la existencia de las comunidades humanas que como rémoras y trabas que obstaculizarían el reconocimiento de la semejanza de los hombres. Pero como suele ocurrir en la historia y sus tragedias, la lengua franca siempre fue un triunfo del mercado más que de los utopistas. La fuerza expansiva de la mercancía genera las condiciones para su decodificación general.
En el mismo año que Colón llegaba a las costas americanas, Nebrija escribió su Gramática de la lengua castellana. Con una declaración sustancial: la lengua es cuestión del imperio. No había tal sin unificación lingüística y de allí la necesidad de registrar su lógica y sus reglas para que cada fragmento de los territorios ocupados no procree una variante dialectal o un creole. La gramática: instrumento de unificación y de instrucción del colonizado. Destinada, a la vez, a preservar la lengua de la contaminación y extenderla como fuerza imperial. Traducir es, visto así, decodificar en términos de imperio: comprender la lengua de las poblaciones sujetadas para volver factible la dominación, hacer comprensible el nuevo idioma del mando. En América del Sur, contradictorias políticas lingüísticas coexistieron. Entre ellas, las de los jesuitas, abocados a conocer los idiomas indígenas y a sistematizar su conocimiento en diccionarios. Fueron autores de los primeros a la vez que importadores de las imprentas que los plasmarían en papel. En la década de 1760 fueron expulsados de América y coincidió el desalojo con la afirmación de una muy distinta estrategia idiomática: la real cédula de Aranjuez prohibió en todo el territorio el uso oficial de las lenguas aborígenes. Así la traducción comenzaba a regir como obligatoria homogeneización. Peticionar, declarar, reclamar, informar: sólo en las lenguas coloniales.
El imperio: modo de la universalización, lisura recién adquirida, arrojada sobre territorios previamente heterogéneos. La gramática, el evangelio y, como supo señalar Ángel Rama, un tipo de racionalidad que plasmada en todas las instancias –desde la grilla urbana hasta la hechura de la ley- fundaría el orden colonial. Al mismo tiempo, traducir implica otro tipo de reducción de lo heterogéneo: la incorporación de lo otro a una zona que lo deglute y lo reinterpreta. Mijail Bajtin veía en esos términos la disputa por la hegemonía que implicaba la traducción. No el acto de desplazar borrar, el que hace tabula rasa con los objetos culturales anteriores, sino el de incorporar en otras tramas, diluida su radical diferenciación. Se podría ver en este sentido la
política jesuítica de fijar el tupí-guaraní como lengua general de las colonias portuguesa: “Y no sólo de intercomunicación moral, sino también comercial y material. Lengua que sería, a despecho de su artificialidad, una de las bases más sólidas de la unidad del Brasil. Desde luego, por la presión del formidable imperialismo religioso del misionero jesuítico, por su tendencia a uniformar y modelar los valores morales y materiales.” La alianza entre los sacerdotes y los columines –los niños indígenas- habría forjado esa lengua capaz de comunicar y a la vez de disolver, de unir y diluir. Un tipo de olvido sobre la cultura anterior. Rafael Spregelbund, defensor del esperanto, lo considera una lengua franca que intenta respetar la heterogeneidad sin conjurarla: sencilla y artificial, tendría sólo efectos comunicacionales y no pretendería suprimir las facultades expresivas de cada idioma. Entonces, en lugar de que las comunidades de hablantes subalternizados deban usar la lengua colonial –como ocurre en el vasto territorio de lo que fue la URSS o en zonas densamente pobladas por hablantes indígenas-, el esperanto permitiría la mutua comprensión sin allanarse a los presuntos derechos de la cultura dominante. Contra la homogeneización imperial, la utopía de la comunicación general y sin jerarquías.
Gilberto Freyre, crítico amable de la experiencia colonial –más bien: lo suyo es el fatalismo del que da cuenta de algo ya transcurrido y cuyo resultado, la nación que lleva el nombre de Brasil, es un hecho festivo, no una tragedia a lamentar ni una catástrofe a denunciar- piensa la alianza jesuita/niño indio como antecedente de otra lengua: la del portugués brasileño. Creado al interior y como distancia del idioma colonial, sería rehecho en la boca de las esclavas negras, en el juego con los chicos de la casa grande a los que cuidaban y en la alianza con las jóvenes mujeres blancas de la hacienda. En uno y otro movimiento de unificación, el antropólogo encuentra la mediación infantil, no el balbuceo si no el juego, la disposición al conocimiento de lo otro, cierta docilidad a lo que surge sin tener deudas con una tradición heredada. Al decir de Nietzsche, el puro decir sí es la condición del niño: afirmación lúdica, desconocimiento o apenas atisbo de la norma. Traducir, en Freyre, es fundar una diferencia. Deglutir también es diferir. O eso pensaban sus compatriotas, los escritores y artistas antropófagos. El acto caníbal es un modo de la traducción. Pero ahí ya estamos por la inversión: si el primer movimiento era el traducir colonial, el que fundaba imperio y gramática, en las tesis de Freyre o de Andrade estamos en el modo independentista de la traducción. O el quehacer propio y disidente con las lenguas coloniales.
Discutir eso fue, también, un problema de traducciones. Boleslao Lewin siguió una en particular: la que hacían los lectores de Jean Jacques Rousseau de sus tesis filosóficas en la coyuntura de las luchas emancipatorias. Porque si un Simón Rodríguez hacía gala del inventar o errar no se había privado de considerar su propia situación de tutor de Bolívar a partir de las lecturas de escritor francés. Y en la otra punta del continente, Mariano Moreno hizo traducir -¿o tradujo él mismo?- el Contrato social. Sin descuidar las contradicciones, a la vez que lo consideraba un texto fundamental para las nuevas libertades, mandó a expurgar el capítulo dedicado a la religión, viéndolo como exceso o desborde. (Y ahí cómo no ver las oscilaciones de este hombre, capaz de llamar a la supresión de los honores en nombre de la desconfianza a la capacidad de raciocinio de las masas, es decir, producir una intervención en el sentido de la igualdad con argumentos que parten de la desigualdad de las inteligencias).Traducir Rousseau y, a la vez, corregirlo, en los
tramos iniciales de fundación de un orden político independiente. El libro estaba destinado a formar ciudadanos en las recientes escuelas de la república. Los colegios fundados en Buenos Aires fueron cuatro y los ejemplares del Contrato editados se contaban por miles. Sólo que en febrero de 1811 el voluntarioso secretario de la junta moría en altamar y la facción saavedrista, triunfante, retiraba de circulación los volúmenes. Con lo cual los educandos del ex virreinato del Río de la Plata se quedarían sin su Rousseau.
El episodio es significativo: la confianza en el libro, la idea de que el proceso de separación de España exigía el diálogo y la apropiación de otras ideas europeas. Ir hacia Europa para descubrir una América no hispánica, no colonial, no subordinada. Ir hacia el francés para dar cuenta de otro modo del castellano. Rousseau sería el fantasma de esos viajes, su corazón libertario y, a veces, hasta secreto. Medio siglo después Lucio V. Mansilla lo leía clandestino –y en francés- escapando de los trabajos en el saladero y Juan Bautista Alberdi a escondidas bajo el pupitre escolar en una tediosa clase de latín. Doble vía de la anécdota: si uno escapaba del gobierno de las vacas, el otro de la cultura humanística no aggiornada, y ambos peregrinaban a la misma fuente: el tentador de emancipaciones. No se ocuparon de traducirlo, cómodos con la lengua de origen en la que lo bebían. También, sospechando que los destinados a leerlo podían hacerlo en francés. Porque la discusión sobre la lengua, que el montoneril Sarmiento venía dando desde mediados del siglo XIX, en Alberdi parecía resolverse por el afrancesamiento que daba el contacto entre ilustrados. De hecho, no hay traducciones relevantes del francés en aquel fin de siglo y Bartolomé Mitre prefiere despuntar el vicio llevando al español La divina comedia.
¿Para qué se traduce? ¿Qué? El Oriente sólo aparecía como narración de viajes. En cierto modo, se trataba de una traducción. Lo exótico de las costumbres y la vida social puesto al alcance del lector local, del consumidor de rarezas, que vería en esos relatos no tanto la tentación del viaje como la imagen que completa el álbum. Los Viajes de Sarmiento, sus travesías por Argel, como los de Mansilla por Orán o los de Wilde por Oriente o los de Cané por los ríos colombianos son el reverso del viaje importador: no se trata de traducir para copiar o imitar, como se importan mejoras para las razas vacunas, si no que se muestra lo extraño como extravagancia, radical diferencia, distracción. Las exposiciones universales convertirían en síntesis catalogable esos exotismos. Pero si usamos con más precisión la idea de traducción y no es sólo nombre del trato de la diferencia cultural, hay un hecho que será definitorio. A fines del siglo XIX, Juan B. Justo, fundador del Partido socialista en Argentina, se empeña en la traducción del primer tomo de El capital de Karl Marx.
Pedro Scaron narra esa historia que lo tuvo como estación fundamental. Cuenta que los primeros intentos de traducir la contribución a la crítica de la economía política habían comenzado en 1886. En 1898, Justo lo consigue, usando un ejemplar de la biblioteca del Club Vorwärtz, centro de las reuniones izquierdistas del momento, fundado por los obreros de origen alemán. Nunca traducido al español, sí lo había sido al francés, supervisado por el propio Marx: “La versión francesa, publicada en entregas de 1872 a 1875. En parte se trata nada más que de una traducción (y en muchos lugares de una muy pobre traducción, desparejamente revisada por Marx) de la segunda edición alemana.” Esa pobreza, piensa Scaron, se debe a los prejuicios que Marx tenía respecto de sus posibles lectores galos: “Para mal porque Marx, que solía estimar a los franceses como
revolucionarios prácticos pero no como teóricos, simplificó –por momentos adocenó- muchos de los pasajes más complejos y profundos del original.”
Doble traslación, entonces: de un idioma a otro y de un tipo de enunciación conceptual a otro, presuntamente más sencillo. El escritor opera su propia pedagogización o lo que supone funcionará de ese modo a la hora de imaginar al lector extranjero. Parece, o leo en Scaron, que Justo hizo una buena traducción conceptual, menos prejuiciosa que la del autor, sin destrezas literarias. Las mesas que bailan o las mercancías devenidas fetiches no serían presa fácil para su captura lingüística. No era ésa, de cualquier modo, la mayor preocupación de Justo. Era intervenir en el campo de la traducción política: abonar el terreno de las luchas sociales latinoamericanas con la obra de Marx. Traducir al castellano El capital y fundar un partido son movimientos complementarios. Que serían profusamente discutidos por otros intelectuales y militantes de las izquierdas latinoamericanas.
Más de medio siglo después, Pancho Aricó, desde la aventura editorial y política que llamó Pasado y presente, propondría otro momento y nombre para la fundación del marxismo latinoamericano: no el todavía europeísta de Justo, encandilado con los destellos del liberalismo, si no el más autóctono de José Carlos Mariátegui, que si bien no pretendió traducir ninguna obra literaria sí se empeñó en la arriesgada empresa de crear un tipo de marxismo que surgiera de las condiciones singulares de América Latina. O más bien: eligió una palabra para traducir y darle otro significado pero esa palabra era una esquirla lingüística del mundo quechua. Amauta, como llamó a su revista, anidó el viejo significado de sabio y el nuevo, otorgado por el escritor, de sitio de las vanguardias. En él la traducción es desvío, inconsecuencia respecto a la letra, para rehacer el gesto fundamental de apelar al espíritu original. Henri Meschonic, en prodigiosas intervenciones sobre la traducción, piensa que el dilema no pasa, como tantas veces se discutió, por la oposición entre el respeto al original o el cuidado de la lengua de llegada sino en la consideración del efecto: que ocurra en la lengua de llegada la misma afectación que la obra produjo en la de origen. Los traductores del marxismo –desde el traductor de El capital hasta el fundador peruano del socialismo latinoamericano- intentarían reproducir en sus sociedades, en sus tramas vitales e intelectuales, y en sus voluntades políticas, la misma potencia que tuvo sobre las sociedades europeas, fuerza expansiva de las ideas revolucionarias, umbral y acontecimiento para tramar un mundo nuevo.
Marx carecía de entusiasmos por América Latina. Cuando escribió sobre la región vio en Bolívar sólo una copia desvaída del denostado bonapartismo. Había conocido a Flora Tristán, sin apreciarla plenamente –él y Engels veían a la feminista como parte de las huestes de un socialismo romántico destinado a ser superado por las fuerzas de la historia-, y ella siendo niña había tratado a Bolívar y a su tutor, el otro Simón. No bastó el azar de los encuentros para generar escenas de traducción o por lo menos de modos dialógicos de tratar las realidades teóricas y políticas. Hace pocos años, Susan Buck Morss publicó un libro sorprendente: Hegel y Haití. Narra una traducción: de un hecho político –la revolución de los esclavos haitianos- en un concepto filosófico –la dialéctica del amo y el esclavo-. Con un traductor tramposo, que sobre el acontecimiento original arroja el pase mágico, para dejar a sus hacedores como parte de los pueblos sin historia.
¿Cómo reponer esa historicidad?, será una de la preguntas que rondan las traducciones latinoamericanas de El capital. En 1975, Pedro Scaron publica la propia, en la editorial Siglo XXI. Lo hace considerando al libro un enorme palimpsesto: hecho de capas y capas de intervenciones, correcciones, desplazamientos, traducciones. A su alrededor, trabajó un equipo de intelectuales con vocación política -Diana Castro, Miguel Murmis, León Manes y José María Aricó-, que leyeron en alemán, francés, cotejaron las ediciones, confrontaron su propia interpretación con las existentes. Ese esfuerzo no estaba desligado del intento mayor de Aricó de producir un Marx capaz de interpelar los movimientos sociales y las fuerzas insurreccionales de la región. Martín Cortés piensa toda la labor de Aricó en relación a la idea del traductor: no sólo de los textos fundadores sino de aquellos que constituirían un linaje, una tradición posible. Fundamentalmente: los escritos de Antonio Gramsci que tradujo el propio Aricó. O la difusión de algunos artículos de Mariátegui y controversias alrededor de su figura.
El acto de traducción, allí, es equivalente al impulso de la revolución de Mayo frente a Rousseau. Difiere en un punto central: supone no sólo la controversia con respecto a las fuerzas de la reacción –como lo hacían los independentistas del diez- si no la polémica en el campo del marxismo. Cada traducción de Aricó –hecha por él, impulsada, acompañada- o cada edición suponía el gesto conflictivo de delimitar un tipo de marxismo controversial frente a los que venía diseñando, con el poder del Estado y la revolución, la experiencia soviética y los partidos que hacían eco de sus estrategias: “La exhumación de ciertas obras fundamentales de Marx permitía, por tanto, contribuir a definir mejor el terreno de confrontación de los diversos marxismos.” Así como parte de las intervenciones de Mariátegui son actos de diferencia respecto de la internacional socialista, el cordobés expulsado del Partido comunista dedicará sus entusiasmos a dejar sentados y hacer circular los motivos teóricos y políticos de esas distancias. Si el Partido Comunista, desde su editorial Cartago, se limitaba a introducir variaciones sobre la traducción de Wenceslao Roces, el grupo de Pasado y presente emprendería la más ambiciosa aventura filológica y genetista para pensar, luego, el traslado de un idioma a otro. La letra de Marx es lo que importa, en la fidelidad hacia ella se busca la precisión política y la fuerza para incidir en el presente.
Los argumentos se tornan correcciones: se trata de juzgar los errores anteriores, los modos en que la palabra de Marx fue incomprendida. Raúl Burgos, historiador de lo realizado por Pasado y presente, recupera la idea de “superar los defectos de las traducciones vinculadas al mundo comunista, a través de las cuales se habría adulterado en puntos fundamentales el pensamiento de Marx.” Adulteración, traducciones defectuosas, manipulaciones. Dijimos: el Contrato social de la revolución de mayo tiene un capítulo menos que el original. ¿Importa la precisión –que llevaría a la idea de defecto- o lo que es relevante, en estos casos, es la política que los textos incitan?
Algunos traductores piensan su oficio con metáforas intensas. Alan Pauls ha dicho: esclavitud. Mariana Dimópulos: todo es pérdida de tiempo cuando no estás traduciendo. Pienso en esas imágenes cuando trato de entender lo que hizo Scaron. La responsabilidad que el traductor puede sentir respecto de sus decisiones: una palabra mal comprendida, erróneamente interpretada o trasladada, puede entorpecer el despliegue político. No sólo. Porque esa preocupación asedia
también al que tiene que traducir una obra teórica o literaria, la preocupación por lo preciso y lo minucioso. Si El capital tiene sus bemoles, qué decir de la obra de Lacan: ¿dependerá un análisis efectivo de los términos traducidos? ¿Forclusión o perclusión? Y la triple frontera, como señala Irene Agoff: traducir a Lacan implica leer a un francés que traduce a un alemán y en la relación entre los tres idiomas se juega la interpretación de Freud. Frente a la desmesura que como fantasma se le presenta al traductor está el elogio del desvío: la traducción errónea, incompleta, como creación. Ricardo Piglia vió en esos equívocos la fuerza originaria del Facundo: en esas citas en francés mal atribuidas y peor interpretadas, un modo del ensayo que presentía más la imposibilidad de la copia que lo que se atrevía a declarar. O que declaraba fidelidades imitativas allí donde estaba condenado a fundarse a distancia, barbarizarse, para poder decir algo sobre la Argentina.
¿Hay mejor traducción de Dostoievsky que aquella de Los endemoniados, españolísima y dudosa, que leyó Arlt y lo inspiró a escribir Los siete locos? De otro modo, ¿hay mejor traducción de Los demonios que Los siete locos/Los lanzallamas? Es claro que no le llamaríamos traducción al surgimiento de esa otra obra, pero algo de la operación de traslación está presente. Mostraría, para usar un ejemplo canónico, que el mismo argumento, escrito en otro país y en otra época, daría un resultado totalmente nuevo. Del mismo modo, Marx leído por Mariátegui no podría ser el que hacían rodar por todo territorio los exégetas soviéticos. Traducir como modo de crear en el desvío. No importa, para el escritor Arlt, si es precisa la lengua a la que es traducido el ruso. Lo relevante es el modo en que se inscribe en su propia sonoridad, en su escucha rioplatense y en su voz aporteñada.
La historia es conocida: Witold Gombrowicz quedó varado en la Argentina, a causa de la guerra europea, durante más de una década. En ese tiempo paseó por Retiro, se burló de las elites literarias locales, conoció a los Santucho, entre ellos el que más tarde fundaría una guerrilla, escribió un diario, una novela desopilante a la que llamó Trasatlántico y tradujo, junto con algunos amigos hispanohablantes –el cubano Virgilio Piñeira y varios argentinos-, su Ferdydurke. Se juntaban en un bar y discutían las palabras adecuadas. Participaban mozos y habitués. La obra que resultó es una bien distinta a la que surgiría de una traducción profesional de la novela. Dos Ferdydurke habría: una de ellas escrita en polaco, la otra creada, nuevamente, en Argentina, con el auxilio de otros interlocutores. Si interesa tanto esta historia, es porque extrema uno de los aspectos de la traducción, el de inventar más que trasladar. Al mismo tiempo, revela que inventar no es creación ex nihilo, por lo menos en la vida literaria, en la que se trama sobre una memoria existente, la materializada en la lengua, sobre un pasado que se vuelve activo y es condición necesaria. Lo que supo Borges y forjó, con el preciso instrumento que cincela una matriz, en su Pierre Menard.
Cuando Piglia piensa esas situaciones lo hace con la idea de las lenguas periféricas y centrales, o la deleuziana inflexión respecto de las lenguas menores. Así, del polaco al argentino habría una equivalencia, que sólo afirmaría la extranjería de la enunciación literaria. Literatura hay cuando lo extranjero emerge como uso de la lengua, que rompe así sus modos dominantes, sus tonalidades. De allí, la extrañeza feliz pero de este modo explicable de la traducción del Ulyses de Joyce en
Argentina. Cuentan que Santiago Rueda, el editor, buscaba insistente un traductor y ningún gaucho aceptaba el desafío. Charlando en una empresa de seguros comenta la situación –tener los derechos de un libro intuido como fundamental y no encontrar traductor que se le anime- y su interlocutor le recomienda a un empleado que maneja el inglés. Se trataba de José Salas Subirat, autodidacta, inventor de sí mismo, al que una imagina con la potencia arrolladora de un Sarmiento, cuando compraba un diccionario, una gramática, y empezaba, con esos auxilios, a tratar de leer y comprender los libros escritos en lenguas desconocidas. Salas Subirat se anima y lo que resulta es una traducción aún respetada y disfrutada por los lectores.
¿Qué es conocer una lengua? Quizás sólo hubo en él esa bifurcación afortunada: encontrarse con ese libro que inscribiría su nombre entre los más rutilantes de la historia de la traducción en América Latina. Quizás frente a otro texto no hubiera lucido sus destrezas ni el tamaño de su osadía, nadie deviene héroe si la empresa acometida, aunque lograda, es de razonable escala. El lector Arlt, el escritor Gombrowicz, el traductor Salas Subirat, configuran lo otro de la tradición borgiana. Y si por momentos remiten al desvío sarmientino, el ademán fundamental es menos la construcción de una épica literaria con la pretensión de constituirse en una razón de Estado –como está presente aún en los momentos más díscolos del sanjuanino, que trata de no perder de vista la disputa por el poder y por la fundación de instituciones-, menos eso, digo, que la consideración irrisoria, jocosa, desdeñosa o crítica, de esas aspiraciones. El desvío, la incorrección o la adulteración al servicio de la confabulación. Roza lo político sin aspiraciones de afectarlo. Si los escritores de Pasado y presente buscaban una letra no adulterada, en estos procederes literarios la adulteración reina, es parte del juego ficcional o del tratamiento de la lengua. Burgos cuenta algo que enlaza estas distintas conspiraciones o las hace resonar mutuamente. Los intelectuales cordobeses habían impulsado distintas editoriales para difundir su interpretación del marxismo –la letra necesaria- y para financiarlas crearon una editorial paralela, a la que llamaron Garfio porque se eximían de pagar derechos de autor, en la que publicaban textos como Filosofía en el tocador del osado marques. Sade y Marx. Traducir es también poner en vínculo mundos diversos, distantes. El dinero que pasa de una a otra editorial parece pasar de la ficción a la realidad, o de la ficción literaria al mundo en el que las ficciones se quieren realidades políticas. Martín Cortés, ya lo mencionamos, pensó todo el trabajo de Aricó alrededor de esa cuestión: los pasajes de algo a otra cosa, de la letra a la acción, del italiano al argentino, del concepto a la práctica.
El prólogo de Scaron al primer tomo de El capital es un escrito precioso sobre la adulteración, el error, el trabajo interpretativo que supone la traducción. Confronta sus decisiones a las de Wenceslao Roces, autor de la más difundida y editada por Fondo de Cultura económica en los años 40. Leí varias veces ese estudio, absorta ante la idea de la relevancia inusitada de la palabra precisa. Es claro, se dirá, en todo texto filosófico o en la nominación política. Por eso, en el fondo de la traducción está la pregunta de la poética, el supuesto de que sólo una palabra tiene derecho a decirse, que no será otra, que en su singularidad encierra la verdad de la expresión. Quizás el traductor tenga que estar más locamente enamorado de la lengua que el gramático, el lingüista, el poeta. Porque lo suyo es sopesar un idioma en contraste con otro, sufrir sus faltas de equivalencia,
sus zonas grises. Lo de Scaron –o la empresa en la que se inscribe eso, que es la que va tejiendo a su alrededor Aricó- es raro en un sentido: la traducción política cifra su pertinencia o futuro en la precisión de la lengua. Dos décadas después un militante zapatista diría, en el mismo territorio en el que se habían publicado una y otra traducción de El capital, que el quehacer de ese movimiento insurgente era el del lenguaje; que la pregunta que los asediaba, cada día, era la de si las palabras dichas eran las adecuadas. No siempre fue explícita o valorada la dimensión nominativa de la política.
En la literatura sí esa cuestión toma el centro. Por eso las traducciones afortunadas pasan a la historia. Patricia Wilson hizo la historia de un grupo central en su operación traductora en la cultura argentina: el que se nucleaba alrededor de la revista Sur. Contra un mercado hegemonizado por Tor –y leamos en ese nombre una experiencia mercantil, que veía en los textos mero relleno para sus llamativas tapas-, Sur habría incorporado el cuidado de las traducciones: la idea de que esa operación no es transparente, que no hay mero traslado y que las decisiones estéticas deben ser atribuidas a quienes las toman. A los viajes importadores de la Ocampo y a su capacidad de crear interlocuciones bien diversas se le deben algunas traducciones emblemáticas: la primera de escritos de Walter Benjamin al castellano –hecha por Héctor J. Murena-, la que José Bianco hizo de Otra vuelta de tuerca de Henry James. Si no pudo conseguir que Sergei Eiseinstein filmara una película sobre la pampa –por falta de fondos suficientes y no por desentusiasmo del cineasta soviético-, si podría festejar que de su editorial salió el título definitivo por el cual se conoce esa obra de James. Bianco podía elegir, dice Wilson, otras opciones para Turn of the screew, como la vuelta del tornillo. La ambigüedad que logra inscribir en Otra vuelta de tuerca y a la vez el modo en que la expresión se trama con el mundo idiomático rioplatense, hacen impensable que al relato pudiera corresponder otro título.
En los orígenes de la revista Sur estuvo el fantaseo americanista de Waldo Frank. El comunista norteamericano imaginó una revista dirigida por Victoria, Samuel Glusberg –fundador de La vida literaria y de la editorial Babel- y José Carlos Mariátegui. No fue posible, por distintas razones. Las diferencias entre los proyectos culturales y políticos vinculados a esos nombres, eran tan ostensibles que no debemos repetirlas. Pero algunas coincidencias, sí, que quizás tentaron a Frank. Amauta también había tenido su costado traductor: en el primer número, al lado del Valcárcel indigenista se publica “Introducción al psicoanálisis” de Sigmund Freud. Año: 1926. Glusberg, empeñoso editor de autores argentinos, homenajeaba en su seudónimo a Heine y a Spinoza. Mariátegui diría, en el prólogo de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, que no hay salvación para Indoamérica sin el pensamiento y la ciencia occidentales. Ocampo no remitiría a lo indígena pero sí a la idea de una América a fundar en ese diálogo con mucho de autonomía con Europa.
Cierta idea de modernización recorre esas experiencias culturales, como suele aparecer en varias imágenes de la traducción. Traducir es incorporar lo desconocido para una cultura local, lo inventado en otra: y si eso es evidente en las disciplinas científicas y las retóricas teóricas, no por inadvertida es irrelevante la incidencia de las traducciones en los estados o tendencias de las literaturas nacionales. Si los escritores no surgen sólo de las elites, si ya no son los diestros lectores
en otras lenguas, y dependen de la destreza de traductores y de la decisión editorial, si eso ocurre, entonces la lengua que manejan también está hecha por quienes traducen y las poéticas que encuentran a su disposición, que estimulan su imaginación o su campo de posibles, se vinculan a los oficios y realizaciones de la traducción.
Un efecto inverso sería el que el traductor opera sobre la lengua de origen. Más extraordinario, no por eso totalmente ausente. Benjamín de Garay agitó y sustentó una vía de traducciones más raras en la cultura argentina: la del portugués. Por cercanía –los hispanohablantes solemos dar por hecho que entendemos algo del portugués y que los brasileños, habitantes de una isla lingüística en la América del sur, deben hacer el esfuerzo de ser comprendidos y comprender- y por esas vecindades que hacen suponer que tan bueno no será lo que surja de la proximidad, frente a las galas que de por sí arrastran las literaturas norteamericanas, europeas o rusas, es menguado el territorio de las traducciones. Hasta los últimos años, en los que las políticas culturales de Brasil, distintos tipos de financiamiento, y la dispuesta consideración de las editoriales argentinas no trasnacionalizadas, generaron un interesante mundo de escritos brasileños circulando en castellano. El antecedente era uno y fundamental: el Ministerio de Instrucción Pública, en la década de 1930 –narra Gustavo Sorá- impulsa una colección de libros de literatura brasileña. Se encarga del pasaje de lenguas Benjamín de Garay, cuyas traducciones de algunos clásicos, como Os sertoes, siguen siendo reeditadas. Él se encargó de Casa grande y senzala de Freyre, del libro de Da Cunha que recién mencioné, de Urupés de José Monteiro Lobato. En correspondencia con Graciliano Ramos, el traductor le sugirió la escritura de relatos o novela nordestinos, capaces de dar cuenta, en el terreno de la ficción, de la vida en los áridos territorios. Ramos le escribe: “Fiz, como lhe prometi, umas histórias do Nordeste, com bichos e matutos: tentei mostrar o que se passa no interior desses animais.”El resultado sería un libro clásico: Vidas secas. Narración ineludible de las desdichas climáticas y sociales, fue llevada al cine y cantada. La historia puede no ser cierta, una vez más, pero interesa como miniatura ficcional.
Medallones, dijes, miniaturas. Anécdotas de la traducción. A veces narradas con nostalgia: son las bifurcaciones afortunadas, los momentos en que algo redundó en acontecimiento, en que la larga acumulación de saberes, oficios, el cotidiano proceder que se va forjando, destila en otra cosa. En un título inolvidable, en un libro nuevo, en la traslación de aquella obra que muchos declaraban imposible, en la realización de una empresa colectiva que pretendía corregir el destino de los oprimidos del mundo. Con nostalgia, porque en un mundo en el que las lógicas editoriales dominantes esquivan la pregunta por la lengua, la consideración por esa materia díscola y sutil, en nombre de una forma alisada del idioma, esos acontecimientos parecen cada vez más cuestión de fábula. ¿Cuántas veces un Gombrowicz quedará varado en un bar de Buenos Aires tratando de encontrar las palabras en español para decir su novela? ¿Cuántas más un Aricó pensará que traducir a Gramsci es necesario para torcer la derrota? Ninguna más, porque ya hubo una. De eso se tratan los acontecimientos. Cada uno funda y América Latina se va reinventando en cada fundación. En cada acto caníbal o de respeto, en cada juego paródico o cultual, en cada apropiación de un botín ajeno o deglución para volverlo propio. En cada traducción con la que intenta rodear su propia incógnita.

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