Horacio González, en su carácter de director de la
Biblioteca Nacional, participó en Panamá en el Congreso de la Lengua con
representantes de treinta países de habla hispana. Las sesiones fueron
inauguradas el domingo por el príncipe de Asturias y culminaron el miércoles.
Por Horacio González
¿Qué dice el príncipe de Asturias cuando debe abrir un
congreso de la lengua? No sostiene un discurso trivial, con habituales
solemnidades que a nadie extrañarían por partir del largo ejercicio al que
acostumbran los congresos y simposios en su lista de proclamaciones,
agradecimientos o juramentos admirativos hacia dignatarios, presidentes,
ministros y premios nóbeles. No, consigue referir con cierta vivacidad el
tránsito que hace el Quijote, como libro que acaba de salir de las imprentas
españolas, por los imprevisibles caminos de la lectura en
el Nuevo Mundo. ¿Y el propio Vargas Llosa, que a falta del rey de España en
Panamá, es señalado en los discursos como la implícita autoridad indiscutida?
Tampoco se excede en manierismos y efectismos, como sí lo hace el nicaragüense
Sergio Ramírez, no obstante más aplaudido en razón de que sus alusiones
metafóricas, facilitadas por años de apologías a la “magia del idioma”, lo
hacen más aceptable. Vargas Llosa, que en Panamá presenta también su novela El
héroe discreto –lo está haciendo en el mismo momento en que escribo esta nota–,
estuvo próximo a esta palabra: discreto, pero le agregó cierto encanto a la
discreción, si es que las dos cosas no son las mismas. Ejemplificó con un
soldado colonial español cautivo de las tribus durante varios años, y cuando lo
encuentran desgreñado apenas si reconoce su idioma. Lo contrastó con las
crónicas del Inca Garcilaso, con muchos años viviendo en España, donde también
siente la misma grieta en su conciencia, al ver cómo se rasga el recuerdo del
idioma del incario. No son malos indicios para considerar el drama del idioma
castellano a ambos lados del Atlántico, en su perspectiva histórica y su dilemática
actualidad. Dos formas de uso de la lengua en circunstancias críticas de
cautiverio, despojamiento y olvido. ¿Es de modo tan diferente que hoy están
acechadas todas las lenguas? ¿Trató verdaderamente el Congreso este tema?
Sin embargo, en el Congreso prevalece el tema de la lengua
como industria de la circulación de signos; como un reinado que tiene ahora su
Eldorado en los millones de hablantes que de hecho representan un mercado
transversal que recorre en flujos imprevisibles los países que tienen el
español como primer idioma, pero fundamentalmente los que pueden pasar –como
Estados Unidos o Japón– a cultivarlo como “segundo idioma”. Es evidente la
relación entre expansión mercantil idiomática, enseñanza de la lengua,
movimiento editorial y actividad en torno del gran relato de la
“digitalización” y los viejos cimientos del “derecho de autor” en ardua
discusión. ¿Congreso de la lengua? Sí, pero con énfasis en la lengua de
negocios hablada en castellano como en el castellano hablando de lo que implica
su propia fuerza retórica como negocio.
Aunque era imposible abarcar las infinitas ramificaciones
temáticas imaginadas por el Instituto Cervantes, aquí y allá aparecían las
hilachas irresueltas de esta gran mutación que pone en tensión la lengua
castellana hablada en el mundo: ¿idioma donde aún hay ecos de Nebrija? ¿O es
posible seguir asociando la experiencia de Nebrija como parte de una
homogeneidad idiomática a construir en paralelo con las milicias
conquistadoras? ¿Se podría proseguir con la fuerte intuición de que el
castellano se fija en las obras –el Quijote, El Aleph, Los ríos profundos,
Megafón o la guerra, Paradiso, El astillero, El crimen de la guerra, Facundo,
Silva de la agricultura en la zona tórrida– antes que por la acción de los
“senadores del idioma” o de los teóricos de la “cadena de valor del libro”? Es
fácil decir que este congreso trató de ambas cosas con el mismo entusiasmo.
Pero puede sospecharse que las intervenciones más interesantes son las que
llamaríamos “culposas”. He aquí que surge el concepto de “relato”, tan agitado
en la discusión argentina, por la boca de Juan Luis Cebrián, presidente del
Grupo Prisa, al que nunca suele mentarse sin agregarse la palabra “poderoso”.
No sólo no condena al “relato”, según el rápido diccionario fabricado en la
Argentina del que resulta el sinónimo de “impostura” o “simulación”, sino que
dice, ¡oh sorpresa!, algo así como “que todo es relato”. Da innumerables
ejemplos en el sentido que sin un “relato” la acción humana pierde el tejido
íntimo de su sentido. Pero se detiene especialmente en la invasión
norteamericana a Irak, que necesitó del “relato de las armas nucleares de
Hussein” para poder actuar con una “ética de convicción”. ¿Cómo, pues? ¿Había
que venir a Panamá para enterarse de que el presidente del grupo que exporta
normas narrativas para juzgar gobiernos “populistas” con la idea de que
organizan una ilusión comunicacional puede libremente, al amparo de cierta
protectora atmósfera académica, decir que ese “relato” ficticio costó millares de
vidas e hizo aún más asfixiante el mundo contemporáneo?
Es que a veces los mejores discursos surgen paradójicamente
de los personajes más encumbrados, cuando en un momento en que se escucha un
rasguido terrible de conciencia, el discurso dicho o preparado por algún asesor
permite que se vea el alma burocrática sorprendida por un raro descubrimiento.
En estos congresos debe buscarse lo “fuera de lugar”, una vez deducida la
lengua standarizada que proviene de la “teoría de la información”, de la
“sociedad del conocimiento” o el pedagogismo lineal. No es que sean conceptos
errados, sino que están indebidamente en el lugar de otra cosa que no es dueña
de sus propios nombres –la revolución tecnológica se expresa con metáforas de
viejas artes, la marinería, la arquitectura, los elementales juegos escolares–,
y esos nombres que aluden a arcaicas denominaciones de la historia de la
escritura (“tableta”) implican cierto abuso terminológico, al pasar hacia el
plano empresarial a ideas que provienen de los más viejos tratos de la cultura.
Un congreso de la lengua, antes que nada, permite percibir de qué modo los
entendidos y académicos vacilan o aceptan indebidamente los nombres, que vienen
de las más arcaicas especialidades de la vida cultural (gramáticos, filólogos)
para situar demasiado fácilmente su nuevo lugar en el crítico mundo
contemporáneo.
Un momento realmente interesante del congreso fue cuando el
director del Instituto Cervantes hizo gala de una esperable cortesía ritual al
mencionar al poeta nacional panameño Ricardo Miró, en su poema “Patria”, la
sala repleta de miles de docentes de las escuelas del país, primero con un
murmullo lejano y luego a voz llena, comenzaron a acompañar el poema, de
indudable aire rubendariano. El rito ocasional repentinamente encarnaba en la
memoria lectora escolar, siempre acechando. Demostraba que los ritos no son tan
sólo su complacencia, sino su inesperado punto de emoción compartida.
Justamente esta idea como lectura vinculada al sentimiento de drama (que es lo
único que puede salvar a una memoria litúrgica), si no se lo tiene en cuenta,
puede provocar que los globalizados planes de enseñanza del castellano como
“segundo idioma mundial” queden sólo en manos de los conceptos que más se
escucharon: “cadena de valor del libro”, “soporte informático”, “analfabetismo
digital”, “industrial cultural”. La lengua peligrosamente cercana a los flujos
financieros y a la lectura como una expansión territorial, cuando si algo
constituye la lectura, es la elaboración de un territorio invisible sin estacas
ni gerenciamientos de experiencias proliferantes que suenan muy próximas a la
fantasmal equiparación entre lengua y negocios, lengua y poder.
Panamá vive en un torbellino globalizador. Es uno de los
países que mejor representa este problemático concepto de circulación de
mercancías, lenguajes y emotividades premoldeadas en un laboratorio
monolingüístico, con la consiguiente cuota de inventing traditions. Balboa, el
conquistador, es encumbrado al papel de “primer globalizador”, la moneda
corriente es oficialmente el dólar aunque en una invisible contorsión semántica
se lo llama “balboa”. Un problema esencial de la lengua, sus magníficos y
reveladaores equivalentes. Bolívar, que había considerado el itsmo de Panamá su
“itsmo de Corinto”, no consigue significar una partícula idiomática de
historicidad específica, a no ser que también sea sometido a la plusvalía que
fabrica no ya objetos sino sujetos expropiados, cuyo excedente es un tributo a
la concepción de una expansión idiomática como un acto geoideomático y de
planificación gramatológica en gabinetes de espectrales monarquías.
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